Ayer me dijo un amigo que si no tuiteas todo el mundo se olvida de ti. Que ya hay bajas por este agobio. Ojo, decía. Era un pensamiento que extendía al mundo blog: si no actualizas con insistente regularidad, la gente que vino ya se fue, estuvo, y sus visitas se cuentan en negativo; te conviertes en una víctima digital, no en un muerto virtual en el sentido estricto de la palabra, sino en un cuerpo en trance de expiración social, en un cadáver anticipado.
No quise darle importancia. Uno vuelve a empezar y ya está, pensé. Vivo convencido de que nada en Internet puede reducirse a ecuaciones, de que es imposible verificar las fórmulas numéricas que yacen bajo la mente interesada de los pavos del «puntocom», gente como Enrique Dans o David Bravo, activistas del clan de la alambrada, del «mírame y no me toques», del «tranquilo, si hay que tocar, ya toco yo». Un clan en el fondo alegre, una forma de vida exitosa.
Uno vuelve a comenzar y ya está. En Internet resulta fácil. Puedes empezar, amagar, recular y desaparecer, en cualquier momento, y convertirte en un crítico feroz del comienzo, el amago, el retroceso y la huida un minuto después. Puedes repetir un error detrás de otro y tener un éxito inmediato, o puedes ser original y creativo y comerte los mocos. El tiempo es una medida imprecisa en Internet, su espacio un lugar extraño, desproporcionado.
En la vida, la real, en la que no paras ni estando paro, en la que si hay brotes verdes te florecen en el culo, la cosa cambia. Sigue siendo fácil comenzar: irremediablemente llega un momento exacto en el que te pones en marcha y caminas. El problema radica en volver a empezar, y si hablamos de literatura, comenzar de nuevo es un misterio. No hay gente que explique de verdad cómo ponerse en marcha otra vez. Más allá de unas breves líneas en la versión disidente de «Historia abreviada de la literatura portátil», de Enrique Vila-Matas, o de algunos consejos de Sergio Chejfec, no hay tratados que analicen la materia. Un escritor termina por recurrir al mito: cambia de ciudad, se encierra, innova, transgrede, que es como mirar el colgador de una vecina, un mundo lleno de indirectas con las que pretendes parecer diferente siendo igual.
Tengo reunidos en mi archivo nuevos comienzos de todo tipo. Uno de ellos consiste en descubrir la secuencia del signo medio largo, que no es más que un guión un poco más largo, y cuyo secreto es uno de los mejor guardados de la literatura moderna. Partir de ahí es una opción. Lo normal, en otras circunstancias, sería saltarse la ley y violar el copyright de un ebook cualquiera, digamos que de «El pibe que arruinaba las fotos», de Hernán Casciari, y darle marcha al ratón, cortando uno de los guiones medios largos y pegándolo en nuestro texto. Eso sería lo normal, digo, una idea brillante aunque nada factible. Las editoriales prohíben la copia del todo, o la parte, y por mucho que luzca el signo de una gran obra en nuestros textos, resulta algo muy poco profesional, nos obligaría al reinicio del regreso, y eso ya sería un bucle.
También se puede dejar de comprar revistas. Yo ya no lo hago. Desde ayer. Llegué al kiosko y hablé con Quiosquito Solari. Dije: Marcelo, escucha, mi gasto en revistas me lo cambias por caramelos sin azúcar, que ya los hay, habla con tu distribuidor, innova, transgrede. Al comprar revistas uno se fija en las portadas, todas prometen, y luego zozobra en su interior, blasfema ante los desatinos, se aburre. Antes de escribir una sola línea demos la bienvenida a la tapa dura. O a la tinta electrónica. Digamos adiós al papel cuché. Adiós al olor a tinta y pegamento. Adiós a los intermediarios. Adiós a cualquier revista excepto a Orsai, por ejemplo. Dejemos una excepción que confirme la acción. Seamos justos.
Puede que al principio nos domine el vértigo, que nos preocupen las empresas editoras, que surja el temor a una debacle, a que no puedan recuperarse de un contratiempo así. Puede. Pero volver a empezar es, al final, pensar en que nada existió, la revelación algo tardía de que todo se resume en conseguir el milagro de una mirada perpleja.
4 comentarios
Sólo puedo añadir que aunque ir en bicicleta es uno de las actividades cuya práctica, dicen, nunca se olvida, sí la complica enormemente el que uno haya cambiado algo su estructura o su IMC, o que la bicicleta no sea del tamaño más adecuado a tal fin. Por lo demás, el tal Sergio Chejfec ha pasado a interesarme bastante y no pararé hasta haber sacado 121 anagramas de su nombre.
Me esperan las magdalenas.
Lo sé. Mi amigo iba un poco por ahí, Francesc, uno aprovecha el lado más ventajoso de las anécdotas para prácticar el oficio. Fíjate, eso de la la bicicleta puede aplicarse a la narrativa: practicar, y practicar, y practicar…, si uno lo deja, siquiera un tiempo, las ruedas pierden ritmo y se abomban, pierden cierta finura. Me pasa. Por eso sigo pensando en actualizar el blog a diario, quién sabe, quizá un día te supere por la derecha (por la izquierda lo veo tarea imposible). Buen día.
Mmm… magdalenas…
Nunca encuentro ese puñetero guión. Así que sí, lo copio y lo pego, arrésteme.
Por otro lado, sos el groupie más elocuente de la gorda Casciari que he conocido.