Según se nos dice, Twitter es un sistema gratuito de microblogging con funcionalidades de red social: sus herramientas están a nuestra disposición para que las utilicemos con cabeza. Ya. Por eso yo, cesante en el empeño de intentar comprender y a pesar de mis progresos increíbles, cada vez que entro al pajarito los rubores me suben al rostro. Por eso a mí, que domino el tuit, la etiqueta y el erreté, que dispongo del suficiente valor para seguir el rastro de los hilos y las conversaciones, que me siento suficientemente preparado para cualquier tipo de burla electrónica, al final, siempre me alcanza alguna frase seria. Un «me duelen los ovarios», por ejemplo. La máxima mínima, la mínima parte y la parte alienante convertidas en un triste mojón. Y que viva la realidad aumentada.
En Twitter, la continua gravedad informativa no puede entenderse como un efecto geométrico de la funcionalidad sobre el arnés del microblogging. Más bien se parece al adanismo, la senectud y la comunicación a base de frases breves y contundentes. Cabe preguntarse: ¿Tal gravedad es el resultado de los cambios físicos y neurológicos que producen las redes sociales con el rápido devenir del tiempo? Ni idea. Yo mismo soy dos personas distintas, una la de los últimos cuarenta años y otra la que busca en el presente la comprensión de mi mujer. Cabe preguntarse: ¿Sirven para algo las redes sociales? No lo sé. Para unos su funcionalidad se resume en escupir muy alto y para otros en resolver sus gravísimos problemas con las marcas, en plan consumidor digital y supereficiente. Cabe preguntarse: ¿Cuándo fue la última vez que alguien pisó suelo no electrónico? A saber. Hace unos años me vi forzado a acudir a una oficina presencial para resolver una gestión en persona y no me hizo ninguna gracia. Acostumbrado a Internet y a su aguda inmediatez, desplazarme físicamente en un mundo en el que no sobra el tiempo también me parece un auténtico atraso.
¿Entonces?
Entonces me sorprende que lo más representativo de la vida moderna no sea su virulencia ni su vacilante seguridad, sino sencillamente su vaciedad, su absoluta falta de contenido. Que ni siquiera pueda definirla con una frase original y tenga que recurrir a la indagación de los clásicos. George Orwell fue soldado del POUM en la Guerra Civil española y vino a matar fascistas porque alguien debía hacerlo. A Henry Miller aquello le pareció una idiotez, tanto en el sentido de la obligación de matar a otras personas como en el de salvar al género humano de muertes peores y más injustas. Si ya estaban así entonces, qué más te puedo decir, la energía y el entusiasmo fueron vencidos por el desánimo que inevitablemente nos aplastó. Ahora tenemos otras cosas de las que preocuparnos, amigo. Por ejemplo: esta mujer que se refleja con peligrosa cercanía en los brillos de tu cristal. Pelo negro, cejas negras, expresión de hastío y conmiseración… Da miedo darse la vuelta. Yo voy a cerrar los ojos y esperar a que dispare algo. Yo voy a subir los hombros, hundir la cabeza y esperar. No sé tú.
—¿Ya estás hablando solo, Amadeo?
—Hombre, estoy hablando con el móvil. Unos hablan «por», yo hablo «con».
—…
—Qué. No me mires así. Aquí lo que hay, en todo caso, es un problema de preposición.
—Definitivamente tú no estás bien, y el bien debe estar siempre de moda. ¡Levanta!
—Claro, yo no estoy bien. Bonito resumen.
4 comentarios
Hasta los temas aparentemente profundos se deshilachan en comentarios frívolos cuando son expuestos en redes sociales. Es como la TV, donde el formato, la estética y el tiempo mandan sobre el contenido.
No importa si no la entiendes, ellas, las que se reflejan en lo cotidiano, tienen razón.
Hasta el mejor barrilete cósmico está atado al hilo y a la mano que lo enrolla.
Sí. «Barrilete» me ha llegado. Comprendo.
Gracias, amigo.
Amadeo es el mismo del golpe de calor? Me declaro fan.
Amadeo está por encontrarse a sí mismo, y sospecha que el sí mismo no es algo que uno encuentra, sino algo que uno crea.
(o_=)