Ayer, leyendo la prensa, creí ver a Baltasar Garzón en una fotografía. Mientras pasaba las páginas con lasitud, a un ritmo regular y sostenido, sin fijar mi atención en nada en particular, reparé. ¿Era él? Me dije. Creía que sí pero, de ser, su fotografía se encontraba en la página 36 y yo iba por la 53, tendría que dar marcha atrás para comprobarlo, aunque no estuviera seguro de que mereciera el esfuerzo si le habían dado una página par. ¡Una página par! Ya nada es lo que era.
Muchas veces sufro de antipatía hacia personas concretas sin una razón aparente. Me pasa con Juan Cruz, por ejemplo, existe cierto odio ahí, cierta inquina, una venganza irresoluta. O con María Antonia Iglesias, un señora ejemplar, dicen, que no lo sé, mi experiencia es otra: ninguna. Son casos injustificables, extrañezas, conjeturas que me acercan a mi propio abismo. Ge.
Algo de eso tengo con Baltasar Garzón. Muy a mi pesar, di marcha atrás en ese firme mustio que es el papel impreso y programé una ruta de retorno a la página 36, a esa otra fiesta que es Garzón y que venía con foto.
Lo vi cambiado, estaba viejo y rollizo, no era él. O sí. Medio convencido, con los ojos entornados, terminé por preguntarme qué es lo que pasa en España cuando hasta su excelencia don Baltasar tiene que dar saltos mortales para mantenerse a flote, aunque sea un poquito.
Porque durante años, el star system hispano contó con un solo miembro: Garzón. El resto, todos los demás, eran mojones, farolas, bolardos, figurantes de medio pelo y lengua larga. Baltasar, desde su trono, parecía volar, ¡y flotaba!, estirando las leyes e impartiendo justicia, pero una justicia arbitraria, casi gomosa. Baltasar se podía manchar los zapatos de mierda -o algo-, y a la vez cubrirse de gloría bajo un cielo inmaculado. Baltasar decía y de facto se hacía: «Vamos, Bermejo, no me jodas».
Lo vi cambiado, ya no era él. Tuve claro, al ojear de nuevo aquella página par con su cara, la 36, que tarde o temprano llega un momento determinado en un día determinante en el que se comete un error por última vez y, a partir de entonces, lo único que queda es correr, y correr, y correr para limpiarte el culo.
Eso y que te vuelves viejo. Rollizo. Parece que dejas de ser.