1976

Cuento corto

Teniendo en cuenta el rastro de sangre, mi muerte no debería tratarse como un drama individual. Basta con observar algunas muestras para poner en evidencia la importancia de un fenómeno: no soy la parte liquidante, pero cierto movimiento interior me hizo entrever. Por eso llegué huyendo hasta este lugar, junto a los muros del cementerio de Santa Isabel, frente al cadalso, igual que Lauaxeta, convertido en un disidente, en un herido incomodo a la espera de un destino mortal.

Y si soy el herido que da pasos de ultratumba, también soy ese viejo con las gafas de montura de acero y las ropas cubiertas de polvo que estaba hoy sentando y sin moverse en la Iglesia de San Francisco cuando la Policía armada entró a disolver o a matar a todo el mundo. Yo estaba junto a San Francisco entre los muertos pendientes cuando las patrullas entraron a clavar las instrucciones: encolar a todo el mundo, tirar más de mil tiros, pelear como leones. Yo asistí al instante irremediable, metralletas y pistolas revelando las fechas del suceso aterrador: la matanza, agente y destinataria de todas las grandes misiones de las armas.

Digamos que yo fui, que participé y que después sentí un ruido. Y digamos que el ruido fue creciendo y creciendo mientras yo miraba a San Francisco por si se trataba de una conversión de musulmanes al cristianismo, qué suceso más increíble, pero no, eran los Tercios españoles que venían de Flandes, con calzas, jubón y uniformes grises, cruzados modernos revisitando todos los hechos gloriosos. Yo vi policías armados entrando a matar en la Iglesia San Francisco. Yo vi cómo acabaron con la asamblea de trabajadores. Yo vi volar el Concordato, ordenar el desalojo y arrear a toda la gente. Yo vi a los que salieron por detrás, faltos de aire, mientras eran apaleados por los flancos. Yo vi a los que salieron de frente y fueron disparados y muertos de ráfaga o de bala.

Yo lo vi. Lo vi y huí, pero no volviendo exactamente sobre mis pasos sino doblando a la izquierda y enfilando los muros del cementerio de Santa Isabel, justo hasta este tranquilísimo lugar, bajo el Ángel que vigila el descanso, la garganta llena de sangre, demasiado ahogado ya para continuar.

Muerto en esta posición, el bulevar es un rectángulo negro. De su interior asoman personas. Tengo a García Lorca vestido de español integral, tengo a Miguel Hernández rodeado de luz, tengo a Lauaxeta: puños cerrados, buzo azul, pero el suelo lo renta Julián Zulueta. Julián se levanta muy grave de su tumba  y me pregunta:

—¿De dónde vienes?
—De San Francisco —le contesto, y sonrío—. Tuve que dejarles.
—¿A quienes?
—A mis compañeros. Cada elección tiene su anverso. Yo tuve que dejarles.

Foto: 3demarzo.org

4 comentarios

Francesc Bon 9 de agosto de 2015 Contestar

GLORIOSO. OCHO LETRAS BASTAN. BUENO, VAN 24, NO, 34, Y CON CUATRO NÚMEROS. EN FIN DEJÉMOSLO AHÍ.

Álex Azkona 9 de agosto de 2015 Contestar

Hombre, a mí en mayúsculas solo me comentaba TheVilla, estoy impactado.

Horacio 12 de agosto de 2015 Contestar

No creo que vaya a ocurrir, pero me irrita imaginar que el recuerdo de ciertas canalladas deje de indignarme, alguna vez.
Gracias, Álex, porque tu texto me ha llevado a averiguar, a enterarme de canalladas que no conocía; tengo una indignación flamante, una razón más para vivir sin olvidar.

Álex Azkona 13 de agosto de 2015 Contestar

Igual, como decía el otro día Francesc, a mí también me guste escribir textos, «los cuales, a base de acumulación, van siendo cada día, poco a poco, el avance es exasperantemente lento, más fundados».

Agradezco muchísimo sus palabras, Horacio, pues, empiezo a pensar, una personalidad literaria bien definida solo despunta en aquellos que tienen la retina desgastada y las muñecas rotas, tarea que, sin el aliento preciso, perdone que confiese, es un coñazo.

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